Resulta difícil de creer, pero allá en los setenta hubo un modelo educativo en el que chavales de diez a catorce años se convertían en protagonistas de su propia historia. Y, durante el cierre de la dictadura y el arranque de la transición, elegían a su alcalde, a sus concejales, a sus órganos de gobierno… Y hasta gestionaban de forma colectiva, y mediante consenso, buena parte de sus actividades en tiempo libre.
Se llamaba Ciudad Redonda y tuve la suerte de participar y enriquecerme con tan apasionante proyecto, basado en la firme convicción de que los jóvenes son el futuro y nuestro mejor patrimonio. Tal vez por eso me resulte tan difícil aceptar el marco que hemos dibujado en estos últimos años para ellos.
Hipotecados de salida, a pesar de ser la generación mejor preparada, porque en ello se empeñaron sus padres; sin apenas opción a crear su propia nidada, porque se conjugan contra esa aspiración sueldos y precio o alquiler de la vivienda. ¿En qué nos hemos equivocado y por qué parecemos ajenos a un problema vital de tal trascendencia que ni siquiera figura en las agendas oficiales?
Un espacio para ellos
Supongo que no se trata sólo de ofertar dinero, sino de crear un espacio que les permita generar expectativas, ilusiones… Y que el esfuerzo y la constancia en lo que creen garanticen que puedan hacerlas realidad. ¿Qué no estarían dispuestos a sacrificar sus abuelos, una vez más, para que pueda ser así?
Yo les cedo el relevo, como me lo cedieron a mí. Y les pido que no esperen ni un minuto más para tomar la iniciativa y reivindicar lo que son, el motor de lo que está por llegar. Bien pensado, tal vez también debería recogerse en la Constitución el derecho a soñar…