A finales del siglo XVIII (1786-87), durante el reinado de Carlos III, comenzarían a dictarse normas y leyes con la intención de que se abandonase la insana costumbre de realizar las inhumaciones en las iglesias, para, con la creación de nuevos recintos poder hacerlo fuera de las poblaciones.
En la Real Célula del 3 de abril de 1787, se reflejaría la obligación de construir cementerios cuya obligada ejecución recaería en los cabildos parroquiales junto a los corregidores de las poblaciones. El coste de las diferentes actuaciones sería financiado por ambas instituciones, corriendo con la mayor parte del gasto los cabildos; los ayuntamientos se harían cargo de la compra y pago de los terrenos, si eran privados, o en la cesión si eran comunales. Las ganancias generadas se repartían en base a estas inversiones, previéndose mayor beneficio las tocantes al lado eclesiástico.
Intento que fallaría por la falta de continuidad en las intervenciones, por lo que los entierros en las iglesias deberían regularse con normas más precisas, indicando que se realizasen a una mayor profundidad, tal como indicaba la Real Célula de 15 de noviembre de 1796. El seguimiento en la costumbre de inhumaciones en las iglesias provocará graves y diversas epidemias, que diezmarían a la población del Reino.
Todo ello conllevaría a la Real Orden Circular de 26 de abril de 1804, ya bajo el reinado de Carlos IV, que reactivaría la obligación de la construcción de los nuevos cementerios. Ésta obligación se plasmaría en una nueva norma, Real Orden Circular de 28 de junio de 1804, que recogía un movimiento de homogeneizar los trámites y medidas para la construcción de los camposantos. En la ley se dicta que los promotores y directores de las nuevas construcciones serían los corregidores junto a los obispos. Las poblaciones más expuestas a las epidemias o con más problemas de espacio para realizar enterramientos en las iglesias, serían la diana de la aplicación de estas normativas.
A los médicos de las villas les correspondería aprobar su ubicación; debiendo existir un plano confeccionado por parte del arquitecto o maestro de obras municipal y, por último, un presupuesto. Los cementerios deberían situarse fuera de las poblaciones en: “Sitios ventilados e inmediatos a las parroquias” (sic.), alejados de las casas de los vecinos. Asimismo, reflejaba, que se intentaría aprovechar los lugares donde ya existían una capilla o ermita, pero insistiendo que su ubicación estuviera fuera de las poblaciones.
Ordenanzas, leyes y circulares
Todas estas ordenanzas, leyes y circulares, serán aglutinadas como antecedentes para la “Novísima Recopilación” de 1805, ordenada por Carlos IV, que recoge en el libro I, título III, ley I, la creación de los cementerios de nueva planta, bajo el epígrafe: “De los cimenterios de las iglesias: Entierros y funeral de los difuntos” (sic.). Reglamento que recoge las legislaciones de Carlos III y las Reales Órdenes dadas por Carlos IV. La justificación de estas leyes sería, en definitiva, la salubridad en los enterramientos y las medidas profilácticas contra las constantes epidemias.
El desarrollo histórico de la construcción de los diferentes cementerios en nuestra Ciudad, está descrito en el libro Temas Jarreros III, de Fernando de la Fuente. En Haro, esta norma que ordenaba la construcción de los nuevos cementerios se llevaría a efecto durante el mismo año 1804, acusando el Ayuntamiento el recibí de la Real Orden en septiembre. Siguiendo las normas expresadas en la R.O., Antonio Velunza y Manuel Martínez, como alcaldes del Estado Noble y General, y Rosendo Almarza, como comisionado y beneficiado del Obispado de Calahorra, serían los designados como responsables de las obras, comenzando el proceso con la elección del terreno, presupuesto y ejecución de la obra, comisionando a Felipe Uzquiano y Vicente de Aranceta, como médico y cirujano de la Villa, para la elección de la parcela adecuada a los condicionantes de la R.O., quienes decidieron y comunicaron, a los corregidores y al comisionado, que el solar adecuado se ubicaba en el término de la Magdalena, a los pies del cerro de Santa Lucia por el lado de Solano, junto al Camino Real. Los planos y presupuestos del recinto serían confeccionados por el maestro de obras Miguel Gómez.
Aceptadas todas estas proposiciones, se realizaría una subasta pública que quedaría desierta, por lo que la fábrica del cementerio sería ejecutada por su diseñador, el susodicho Miguel Gómez. La obra, con alguna modificación, se realizaría entre enero y mayo de 1805, teniéndose que incluir la construcción de urgencia de una pequeña capilla, que no había sido proyectada en los primitivos planos, presentándose a finales de mayo la liquidación de la obra.
Al mismo tiempo que entra en uso el recinto, se remite, a la Comunidad de los agustinos, un requerimiento para que cesasen las inhumaciones en la iglesia del Convento, ateniéndose a la nueva normativa y uso funerario. El Prior intentaría dilatar el cumplimiento de la R.O. continuando con los enterramientos. Actitud que conllevaría a una nueva disputa entre el Cabildo, la Comunidad de frailes y el Ayuntamiento, para que finalizase la actividad ilegal en el Convento.
Las notificaciones, pleitos y consultas se demorarán en los años hasta la ocupación de las tropas francesas durante la Guerra de Independencia, cesando fulminantemente la actividad por causa mayor. Tropas que incluso realizarían profanaciones en las tumbas de las iglesias del Convento.
Al regresar la comunidad en 1815, y ante las duras condiciones y penurias, se continuaría con las inhumaciones desoyendo la normativa vigente. Enterramientos que concluiría totalmente con la exclaustración de los agustinos, con las consecuencias que describimos en el capítulo anterior.
En 1831 el cementerio de la Magdalena presentaría síntomas de precariedad y falta de espacio, por lo que el Ayuntamiento y el Cabildo acordarían la construcción de un nuevo camposanto en el cerro de la Mota, junto a la ermita-conjuradero de San Felices. La extensión proyectada (y ejecutada) sería muy reducida, siendo bosquejado y construido el maestro cantero Ignacio Romaza, que incluiría una pequeña capilla. Su fábrica se realizaría entre abril de 1831, año en que se procedería al pago al contratista, y 1832. La vida útil del recinto fue muy corta, siendo clausurado en 1837, volviendo a utilizarse el cementerio de la Magdalena.
En 1855 se reconoce que el estado del camposanto era lamentable, siendo una comisión, compuesta por varios ediles y el médico de la Villa, la que estudiase el diseño y construcción de una nueva necrópolis en un asentamiento conveniente. En una primera instancia se plantearía su ubicación en una viña en la Senda de las Letanías, proyecto que prevería un recinto rectangular confeccionado por el maestro de obras Antonio Clemente Aguirre, pero el lugar sería declinado al ser la constitución del suelo poco adecuada para el propósito funerario. Tendrán, pues, que imaginarse diferentes actuaciones en el cementerio de la Magdalena, durante la década de los sesenta y setenta del siglo XIX, para mejorar su funcionalidad y respetabilidad, procediéndose a renovar en tapiado del recinto para dotarlo del adecuado decoro. Actuación que se demoraría al realizarse múltiples modificaciones entre los años 1862 hasta 1864.
Se planifican los estándares de cómo debían ser construidas las nuevas sepulturas o panteones familiares (1864), procediéndose a las mediciones y limitación, por parte de la Comisión de Obras, del terreno a utilizar; este tema se dilataría hasta la década siguiente por diversos problemas: la misma delimitación final del terreno, la tributación de las tasas, casos de impagos, etc., debiéndose realizar una intervención de urgencia en las tapias más antiguas que se habían hundido (1869).
En 1870 se ejecutarían varias actuaciones en la capilla para su compostura, acometiéndose varias acciones tales como retejado, obras de cantería, albañilería o carpintería (1870 a 1872). Poco después, se acometería el empedrado en el Camino Real adyacente al camposanto y ya en 1877 se procedería al expediente de realizar una ampliación para nuevas sepulturas en el terreno junto al pozo y capilla.
El personal del cementerio estaba compuesto por dos personas, el sepulturero y un encargado. Una derivada curiosa de las Guerras Carlistas, afectaría a los dos trabajadores del cementerio, durante el año 1873, debido a la sospecha de su carlismo recalcitrante. Por este recelo y pérdida de confianza por parte del concejo republicano, son apartados de sus funciones siendo sustituidos. Pese a las diversas peticiones, a lo largo del tiempo, por parte de los trabajadores cesados, no serían restituidos en sus puestos, pese al cambio de aires políticos en los diferentes concejos. Asimismo, otro sepulturero sería cesado al ser encausado por homicidio, no siendo rehabilitado en su puesto al ser absuelto (1875 y 1876).
En 1883 vuelve a plantearse el problema crónico de la falta de espacio para las inhumaciones y siendo desestimada una ampliación se procedería a formar una nueva comisión destinada a la búsqueda de un nuevo emplazamiento para la construcción de un cementerio nuevo.
Los diferentes trámites se fueron alargando, al igual que la obra, continuando el uso del cementerio viejo hasta casi el principio del siglo XX. En 1890 tenemos noticias de irregularidades en la sepultura debido a las estrecheces del camposanto, lo que había devenido en exhumaciones fraudulentas para realizar los nuevos enterramientos. La Autoridad, ante el requerimiento al sepulturero y encargado de una relación de la propiedad de los nichos y ante la negativa de éstos, se emana y notifica una seria advertencia para que no se realizasen nuevas exhumaciones ilícitas, confeccionándose el listado, finalmente, por personas ajenas al personal laboral del camposanto.
El 23 de noviembre de 1893 se procedería a bendecir el nuevo cementerio, con lo que se propone la clausura del vetusto camposanto de la Magdalena, desde esta misma fecha. Al año siguiente, en abril, se procedería al traslado de restos al nuevo recinto y a partir de esta fecha las noticas del camposanto viejo se vuelven más parcas y espaciadas en el tiempo.
En marzo de 1904 se informaría de la ruina de capilla, ordenándose su demolición. Acción que sería realizada casi un año después. En 1909 se producirían profanaciones de carácter vandálico. Para 1929, el Ayuntamiento había realizado una fosa común para trasladar los últimos restos que pudieran quedar en el recinto clausurado al cementerio nuevo, anunciándose por medio de un bando para conocimiento público. Posteriormente, el concejo acordaría la tasación del terreno y de los bloques de piedra para su posible venta, tras el reciente traslado.
Pasada una veintena de años, se propondría la utilización del terreno del cementerio viejo para la construcción de viviendas de protección oficial, por parte de la Obra Sindical del Hogar, en un escrito del jefe provincial de dicho organismo datado el 22 de enero de 1943, pidiéndose la cesión gratuita del terreno firmándose un convenio dando la titularidad a la Delegación Nacional de Sindicatos por cuatro años, reflejándose que, de no realizarse la obra, la titularidad revertiría de nuevo al municipio. No se ejecutaría este proyecto en el periodo acordado, así que en 1948 se solicitaría, por parte de una persona privada, el terreno, en alquiler o venta, para utilizarlo como almacén, dejando el concejo la decisión a la Comisión de Hacienda.
Finalmente, en 1955, serían construidas las viviendas sociales que se proyectaron para 1943. Se trata de un edificio con 7 portales (del nº 55 al 67), con tres plantas (bajo más dos alturas) cada inmueble y cuatro vecinos por planta en cuatro de los números y dos en las tres restantes, que siendo denominado como grupo de Santa Lucia cuenta con un total de 66 viviendas. Por último, como curiosidad, resaltaremos que, durante la construcción de las zapatas y cimientos de los edificios, pese al traslado que se había realizado en 1929, aparecieron multitud de restos óseos, de tal manera que el enterrador del cementerio municipal tenía que acercarse a la obra regularmente para recogerlos y llevárselos al osario del cementerio nuevo.