Todo lo irrefutable, lo que nadie cuestiona porque se sabe esencial, como el oxígeno al que nadie ha reconocido de forma oficial el determinante papel que desempeña en nuestra existencia, acaba cayendo por su propio peso. Aunque, precisamente por ello, porque lo incuestionable se percibe con absoluta naturalidad, porque respiramos de forma mecánica e inconsciente, sin ir más lejos, tendemos a ignorarlo convencidos de que siempre estará ahí, a pedir de boca.
Con Manuel Ruiz Hernández, parte vital del universo de la Denominación de Origen Rioja a la que tanto ha aportado desde hace casi sesenta y cinco años, pasa precisamente eso. Que nos hemos acostumbrado a encontrar refugio en sus estudios y preceptos cuando arreciaban los temores y las dudas, seguros de que el temporal escamparía mucho antes. Y a nadie se le ha pasado por la cabeza pensar y someterse al principio de proporcionalidad que ayudaría a valorar en justicia su verdadera trascendencia en el sector, defendiendo que no estaría de más poner las cosas en su sitio y corresponder con la misma generosidad con la que se ha movido este técnico de voz baja, pero clara, y discurso unamuniano, pero contundente.
Para situarle donde realmente merece, tuvo que llegar este año Tim Atkin y reconocerle a todos los efectos como ‘leyenda del vino de Rioja’. Puede que un tanto tarde, aunque la demora pueda considerarse en su caso comprensible. Don Manuel empezó a trastear en el laboratorio de la Estación Enológica de Haro un año antes de que alumbrasen al preceptor y maestro del vino en las tierras del Norte, allá en Reino Unido. Se han movido, en fin, en etapas diametralmente alejadas en el tiempo.
Soñaba con la ingeniería aeronáutica
Puede que por eso ni siquiera él acierte a calibrar la innegable justicia de este premio que cae por su propio peso, que habría de llegar antes o después, y que debería interpretarse como un reconocimiento a las benditas paradojas que se dan en Ruiz Hernández y quedan al descubierto cuando se repasa el anecdotario que acompaña a su relato.
Curioso, de suyo, el origen de todo. El mundo del Rioja le tiene entregado a la causa, como a la de todos los vinos del planeta, de milagro. Él soñaba con la ingeniería aeronáutica, después de haberse bregado como estudiante ejemplar en Zamora. Pero al llegar a Madrid y no encontrar plaza en esa especialidad universitaria optó por dedicarse a currar como peón en varios oficios y estudiar peritaje agrícola, para no pasarse el año en blanco.
No pasó ni un solo día. Ése, de suyo, acabó demostrándose su desconocida vocación, más que su oficio. Paradójico, decíamos: el hombre que ha incidido en la CAUSALIDAD para determinar los ciclos vegetativos de la viña, los procesos de evolución y elaboración de los vinos, la influencia en la calidad del fruto del número de pepitas que acogía en su seno y alineó infinitos pliegos milimetrados para controlar el cambio del clima sobre el palpable descenso de la pluviosidad o el delicado incremento de la graduación alcohólica de los racimos, terminó rindiéndose a la CASUALIDAD.
Manuel Ruiz Hernández es hoy lo que siempre ha sido porque el raciocinio metódico y científico que siempre ha aplicado en sus trabajos, para aportar cordura al mundo del Rioja, se vio superado por la caprichosa volatilidad del impredecible destino.
Hay otros apuntes que le relacionan, no obstante, con la contradicción de la que siempre ha huido.
Uno el que enfrentaba a fondo y forma, cada vez que decidía meterse en un charco para tratar de defender lo que siempre ha defendido, el principio de calidad que hace de la Denominación Rioja un espacio de producción privilegiado en el mercado mundial del vino.
Se ha cansado de advertirlo por activa y por pasiva. Esta virtud se basa en principios tan sencillos como razonables, cuestionando abiertamente que el aumento de la productividad pudiese verse acompañado de mejor producto. Pero lo ha hecho con la naturalidad y templanza de la gente grande, sin necesidad de pegar alaridos. Y sus mensajes han calado de forma profunda en diferentes agentes del sector porque sonaban como truenos anunciando con notable anticipación de una tormenta que se ha hecho presente en las mesas de debate abiertas durante los últimos días y todos los niveles.
Empeño de maestro de pueblo
Don Manuel siempre ha apostado por ‘sembrar’ ideas para estimular al personal, desde la perspectiva enológica y desde el ámbito humanista y filosófico. Y no dudó en aprovechar la capacidad de difusión de los medios de comunicación para poder ejercer maestro.
Porque si algo ha distinguido al técnico de la Enológica de Haro ha sido, a lo largo de toda su vida, ese empeño de maestro de pueblo que trata de conectar con todos sus alumnos y de extraer de ellos todo lo mejor, para verlos crecer, sin necesidad de imponer ideas o criterios. Le bastó con decir lo que honestamente pensaba necesario y con escuchar pacientemente a su auditorio, reforzando su perfil de genio envuelto en un manto de sencillez, cercanía y claridad que le han hecho mucho más grande aún.
Día a día. De forma progresiva y a pesar de haber colgado la bata blanca que lucía en la estación, conservando esa curiosidad que le lleva a actualizar o innovar nuevas pruebas empíricas para tratar de resolver incógnitas y generar mayor riqueza entre las gentes del agro riojano, diría él, y del resto de La Rioja.
Resumir en un currículum profesional y laboral los méritos que concurren en la figura de Manuel Ruiz Hernández para ser proclamado, por fin, ‘leyenda del vino de Rioja’ resultaría prosaico, poco decoroso con alguien tan brillante, pero sobre todo humano, que convirtió en cómplice de todos sus éxitos y preocupaciones a Pepa y proyectó sobre sus hijos Jacobo, Jorge, Fede, Manuel, Ana y Cristóbal todo el amor que sigue sintiendo por quienes forman parte de un hábitat tan singular, complejo e inigualable como el nuestro.
Su trayectoria constituye por encima de todo una poesía que habla de una pasión ilimitada por los suyos y por aquello que aprendió a sentir como suyo desde el primer momento para plena satisfacción de quienes son Rioja y construyen Rioja desde la sinceridad con la que se brinda con sus vinos.
He ahí la última paradoja de su inmenso bagaje. No resulta fácil entender que alguien que parece hablar con el patrón y la metodología de siempre, con la simplísima narrativa de su Castilla de origen (sujeto, verbo, predicado, sin apenas oraciones subordinadas) haya demostrar ser, en realidad un adelantado a su tiempo. Tampoco aceptar que, sin abalorios ni requiebros verbales tan en uso de un tiempo a esta parte, haya brillado por encima de muchas estrellas.
Eso lo lo entendió perfectamente Tim Atkin.